Instrumento formado por una caja armónica, un mástil y un clavijero, donde van sujetas de una a cuatro cuerdas de tripa o de crin que se extienden a lo largo de la caja hasta un cordal, normalmente de cuerno.
La tapa superior de la caja puede ser de piel, de hojalata o de madera y, a diferencia del violín, la caja no tiene alma (pieza cilíndrica de madera que, sin encolar, une las tapas superior e inferior de aquel instrumento para sostener la tensión de las cuerdas y para darle más volumen). Las cuerdas se tocan con un arco, normalmente corto y curvado, cuyo cordamen está hecho de crines de caballo.
Las distintas formas que actualmente tiene el rabel (forma de ocho con tapa inferior plana, forma cuadrada, forma oblonga con tapa inferior abombada, etc.) hablan de su origen diverso. En unos casos procede del rebab árabe, y el intérprete lo toca sentado y apoyándolo sobre las rodillas, y en otros casos proviene de la fídula europea medieval y se toca sobre el pecho. De cualquier manera, el rabel vino a derivar a partir del Siglo de Oro en un instrumento de ámbito pastoril con el que los pastores se acompañaban canciones y bailes. Todavía hoy se sigue construyendo y tocando en muchos puntos de la Península (Cantabria, Asturias, León, Extremadura, Castilla La Mancha, etc.) donde han surgido nuevos intérpretes que han recuperado su sonido y su repertorio.
Aunque la novela pastoril contribuyó a poner de moda el rabel en la literatura y el teatro, siempre fue un elemento imprescindible y real entre los ganaderos de ovino y particularmente entre los trashumantes. Su origen, forma y sonido le daban muchas veces apellido; se habla así de rabel gritador, tosco, morisco, etc. Una copla popular resumía las cualidades del instrumento al decir que el buen rabel debía de construirse en madera de pino verde, las cuerdas de piel de culebra y las crines del arco con la melena de una mula negra (se entiende que si era mula no convenía utilizar el pelo de la cola, habitualmente manchado con los orines).